Crisis
En momentos de crisis podemos sorprendernos de lo que somos capaces. Cuando perdemos el miedo al fracaso y al problema, asoman con vigor el talento, la imaginación y las grandes estrategias.
Queremos compartir con ustedes historias de vida, de hombres y mujeres que han decidido ir a cualquier parte siempre que sea hacia adelante. De los que no se rinden, de los optimistas, de los que son parte de la solución y no del problema.
Pero también queremos compartir con ustedes los artículos de quienes ven en una crisis el incentivo para escribir, o mejor aún, la de aquellos que las aterrizan en una buena caricatura
Un cuento concursal
A la memoria del Dr. Rubén E. Truffat
La pampa es enorme y plana. La ausencia de relieve y esa permanentemente inalcanzable línea del horizonte, provocan un pavor sordo. Una especie de horror existencial.
Cada tanto aparecen pueblitos de casas bajas. Donde la vida gira en derredor de la iglesia, de la escuelita de primeras letras y del almacén de ramos generales, muchas veces –también- especie de centro de reunión de los lugareños que se juntan a tomar unos vinitos y jugar a las cartas. En los pueblos más prósperos hay un “Club del Progreso”, donde confluyen todos los eventos sociales de quienes allí viven.
El teléfono es un bien escaso. En la comisaría, donde la hay, en la sede del correo y eventualmente en la sucursal del Banco de la Nación o en el de la Provincia suele encontrarse el valioso adminículo. Obvio sólo los pueblos importantes o las pequeñas ciudades tienen comisaría y sede de bancos. En algunos pueblos hay médicos, no en todos, y en ninguno de ellos hay una salita de primeras urgencias o similar (eso queda para las pequeñas ciudades antedichas). El contacto con el mundo proviene básicamente de la radio. En el pueblo de esta historia hay un productor rural de fortuna en cuya casa hay un televisor. Está recubierto de un extrañísimo panel azul, que apenas permite vislumbrar imagines. Y en el exterior de la casa hay una antena gigantesca. En algún momento del año 1969 el dueño de casa lo sacó al patio y puso todas las sillas que tenía alrededor del televisor. Y todo el pueblo miro conmovido el alunizaje (si es que este evento ocurrió, lo que –a los fines de este relato- es indiferente).
Lejos, muy lejos, del pueblito de esta historia está la ciudad importante de la zona –que, a nuestros actuales ojos cosmopolitas, es poco más que otro pueblo pero con infraestructura administrativa-. Allí funciona el Juzgado Civil y Comercial, donde tramitan causas que cubren conflictos de un área que hoy llamaría a escándalo.
En el pueblo del cual se ocupa este relato funciona un frigorífico. Moderno y de capitales extranjeros. Da trabajo a muchísima gente en él y en los villorrios vecinos. Si hasta exporta!!!
Un buen día en las postrimerías de la década del sesenta el frigorífico entra en crisis y se presenta en convocatoria. Allá en la lejana ciudad donde funciona el Juzgado.
Llega el día de la junta de acreedores y la suerte del frigorífico está echada. Todo el mundo sabe que los propietarios no han podido convencer a los proveedores que los vuelvan a apoyar. En la sala de audiencia hay mucho aroma a crónica de una muerte anunciada.
Entre el público está el padre José, el párroco de la iglesia del pueblito donde funciona el frigorífico. Y con él hay muchas de las beatas de su congregación. Señoras mayores (o lo que en esa época se consideraba mayores, vaya uno a saber qué edad tenían en realidad!!!), viudas o solteronas y con tiempo. Que pasaban sus tardes rezando rosarios o realizando módicas tareas de contención social.
Leída la propuesta de pago y pronto a tomar la votación, el Juez se ve interrumpido por el padre José que, fuera de todo rito formal, pide la palabra. Seguramente Su Señoría pensó “qué incordio, lo único que me faltaba es tener que soportar además de este mal trago al cura!!!”. Pero a fines de los sesenta si el párroco pedía la palabra esta se le concedía. Y para escuchar lo que tenía que decir un destacado referente social de la comunidad donde funcionaba la concursada, el Juez concede la palabra–insisto, seguro que rumiando enojo– Y el padre José se despachó con una reivindicación de la importancia del trabajo, de la necesidad de alejar a los hombres del pueblo del vicio, del juego y los lupanares. De tenerlos bien insertados en su ámbito familiar, donde tendrían el reconocimiento merecido por socorrer con su esfuerzo las necesidades de los demás miembros. Y para eso, claro, hacía falta trabajo. En el caso, hacía falta que no cerrara el frigorífico.
Algún aplauso tímido habrá habido. Y seguramente también mucha incomodidad en el Tribunal. Darle la palabra al cura del pueblo, vaya y pase, pero que además viniera a soliviantarle la audiencia...
Cuando todo el mundo pensaba que el padre José había terminado, este pidió un par de minutos más, que le fueron concedidos. Y encaró al principal proveedor de hacienda y mirándolo a los ojos le dijo: “En este momento, y delante del Juez y del Secretario, le vas a ceder tu derecho de voto a esta buena señora que está aquí conmigo” (una de las beatas). Y para sorpresa de todos el hombre, sorprendido y abrumado, dijo con un hilito de voz: “Y si Ud dice, Padre”. Y así siguió con los diversos acreedores, invistiendo de representación a su cohorte de buenas viudas y solteronas.
La propuesta fue aprobada por una abrumadora legión de nobles señoras (previa constancia en actas de las representaciones conferidas a viva voz), que seguramente no tenían la menor idea que estaban votando, pero si el padre José decía que debían votar, pues ellas votaban.
Afuera la pampa seguía inmensa, indiferente, sólo acotada por el durísimo trazo del horizonte.